Creo que empecé demasiado pronto a reflexionar sobre la vida en vez de vivirla, y comencé demasiado tarde a tener plena conciencia de que la vida en sí misma es una acción, por lo tanto no había más que reflexionar…...

El año del conejo

21 de diciembre de 2011

COMENTARIO DEL LIBRO AMOR LIQUIDO


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He seleccionado para vuestros caletres algunos fragmentos de este interesante texto: Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, de Zygmunt Bauman, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 2005, 203 págs. (trad. de Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide). Éste no es el primer libro de Bauman que he extractado aquí: también Vida líquida ha pasado por la turmix. Sobre Amor líquidoos diré que alterna, igual queVida líquida, observaciones muy agudas con otras a mi parecer algo más romas, quizá por algún prejuicio muy marcado. De todos modos, esto, amén de no ser más que una impresión personal, no desmerece en absoluto la lectura atenta de este trabajo… al menos en sus primeras 110 páginas. Después los temas se van alejando del foco que considero más interesante, el amor desde el punto de vista del individuo, para darle una orientación más sociológica. El último capítulo de los cuatro que componen el libro está, de hecho, dedicado íntegramente a analizar las consecuencias de la globalización desde la perspectiva de los grupos humanos.
En cuanto a la traducción, pues bueno, más o menos correcta, aunque adolece de lo de siempre en estos casos: giros poco familiares y algún anglicismo inaceptable, como por ejemplo traducir lo que supongo que en el original será “to dispose of” por “disponer de”, en lugar de “deshacerse de” (pág. 72).
En esta primera entrega, os dejo el prólogo al completo, que sintetiza la tesis fundamental de la obra, a saber: que las relaciones entre individuos han cambiado, se hanlicuado. Bauman analiza con agudeza las ambivalencias resultantes, la tensión entre la aplicación de un modelo opuesto a las necesidades de seguridad de la afectividad humana y la inevitabilidad de dicho modelo, al vivir inmersos en un mundo que requiere constante cambio y adaptación. ¿Cómo lograr la cuadratura de este círculo?
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Ulrich, el héroe de la gran novela de Robert Musil, era -tal como lo anunciaba el título de la obra— Der Mann ohne Eigenschaflen: el hombre sin atributos. Al carecer de atributos propios, ya fueran he­redados o adquiridos irreversiblemente y de manera definitiva, Ul­rich debía desarrollar, por medio de su propio esfuerzo, cualquier atributo que pudiera haber deseado poseer, empleando para ello su propia inteligencia e ingenio; pero sin garantías de que esos atribu­tos duraran indefinidamente en un mundo colmado de señales confusas, con tendencia a cambiar rápidamente y de maneras im­previsibles.
El héroe de este libro es Der Mann ohne Verwandtschaften,el hombre sin vínculos, y particularmente sin vínculos tan fijos y es­tablecidos como solían ser las relaciones de parentesco en la época de Ulrich. Por no tener vínculos inquebrantables y establecidos pa­ra siempre, el héroe de este libro -el habitante de nuestra moderna sociedad líquida— y sus sucesores de hoy deben amarrar los lazos que prefieran usar como eslabón para ligarse con el resto del mun­do humano, basándose exclusivamente en su propio esfuerzo y con la ayuda de sus propias habilidades y de su propia persistencia. Sueltos, deben conectarse… Sin embargo, ninguna clase de cone­xión que pueda llenar el vacío dejado por los antiguos vínculos au­sentes tiene garantía de duración. De todos modos, esa conexión no debe estar bien anudada, para que sea posible desatarla rápida­mente cuando las condiciones cambien… algo que en la moderni­dad líquida seguramente ocurrirá una y otra vez.
Este libro procura desentrañar, registrar y entender esa extraña fragilidad de los vínculos humanos, el sentimiento de inseguridad que esa fragilidad inspira y los deseos conflictivos que ese sentimiento despierta, provocando el impulso de estrechar los lazos, pero manteniéndolos al mismo tiempo flojos para poder desanudarlos.
Al carecer de la visión aguda, la riqueza de la paleta y la sutileza de la pincelada de Musil —de hecho, cualquiera de esos exquisitos talentos que convirtieron a Der Mann ohne Eigenschaften en el re­trato definitivo del hombre moderno— tengo que limitarme a esbozar una carpeta llena de burdos bocetos fragmentarios en vez de pretender un retrato completo, y menos aún definitivo. Mi máxi­ma aspiración es lograr un identikit, un fotomontaje que puede contener tanto espacios vacíos como espacios llenos. E incluso esa composición final será una tarea inconclusa, que los lectores debe­rán completar.
El héroe principal de este libro son las relaciones humanas.Los protagonistas de este volumen son hombres y mujeres, nuestros contemporáneos, desesperados al sentirse fácilmente descartables y abandonados a sus propios recursos, siempre ávidos de la seguridad de la unión y de una mano servicial con la que puedan contar en los malos momentos, es decir, desesperados por “relacionarse”. Sin embargo, desconfían todo el tiempo del “estar relacionados”, y par­ticularmente de estar relacionados “para siempre”, por no hablar de “eternamente”, porque temen que ese estado pueda convertirse en una carga y ocasionar tensiones que no se sienten capaces ni deseo­sos de soportar, y que pueden limitar severamente la libertad que necesitan -sí, usted lo ha adivinado— para relacionarse…
En nuestro mundo de rampante “individualización”, las relacio­nes son una bendición a medias. Oscilan entre un dulce sueño y una pesadilla, y no hay manera de decir en qué momento uno se convierte en la otra. Casi todo el tiempo ambos avatares cohabitan, aunque en niveles diferentes de conciencia. En un entorno de vida moderno, las relaciones suelen ser, quizá, las encarnaciones más co­munes, intensas y profundas de la ambivalencia. Y por eso, podría­mos argumentar, ocupan por decreto el centro de atención de los individuos líquidos modernos, que las colocan en el primer lugar de sus proyectos de vida.
Las “relaciones” son ahora el tema del momento y, ostensible­mente, el único juego que vale la pena jugar, a pesar de sus notorios riesgos. Algunos sociólogos, acostumbrados a elaborar teorías a par­tir de las estadísticas de las encuestas y de convicciones de sentido común, como las que registran esas estadísticas, se apresuran a con­cluir que sus contemporáneos están dispuestos a la amistad, a esta­blecer vínculos, a la unión, a la comunidad. De hecho, sin embargo (como si se cumpliera la ley de Martin Heidegger, que afirma que las cosas se revelan a la conciencia solamente por medio de la frus­tración que causan, arruinándose, desapareciendo, comportándose de manera inesperada o traicionando su propia naturaleza), la aten­ción humana tiende a concentrarse actualmente en la satisfacción que se espera de las relaciones, precisamente porque no han resulta­do plena y verdaderamente satisfactorias; y si son satisfactorias, el precio de la satisfacción que producen suele considerarse excesivo e inaceptable. En su famoso experimento, Miller y Dollard observa­ron que sus ratas de laboratorio alcanzaban un pico de conmoción y agitación cuando “la adiance igualaba la abiance”, es decir, cuando la amenaza de una descarga eléctrica y la promesa de una comida apetitosa estaban perfectamente equilibradas…
No es raro que las “relaciones” sean uno de los motores princi­pales del actual “boom del counselling*“. Su grado de complejidad es tan denso, impenetrable y enigmático que un individuo rara vez logra descifrarlo y desentrañarlo por sí solo. La agitación de las ra­tas de Miller y Dollard casi siempre se diluía en la inacción. La in­capacidad de elegir entre atracción y repulsión, entre esperanza y temor, desembocaba en la imposibilidad de actuar. A diferencia de las ratas, los seres humanos que se encuentran en circunstancias se­mejantes pueden recurrir al auxilio de expertos consultores que ofrecen sus servicios a cambio de honorarios. Lo que esperan escu­char de boca de ellos es cómo lograr la cuadratura del círculo: có­mo comerse la torta y conservarla al mismo tiempo, cómo degustar las dulces delicias de las relaciones evitando los bocados más amar­gos y menos tiernos; cómo lograr que la relación les confiera poder sin que la dependencia los debilite, que los habilite sin condicio­narlos, que los haga sentir plenos sin sobrecargarlos…
Los expertos están dispuestos a asesorar, seguros de que la de­manda de asesoramiento jamás se agotará, ya que no hay consejo posible que pueda hacer que un círculo se vuelva cuadrado… Sus consejos abundan, aunque con frecuencia apenas logran que las prácticas comunes asciendan al nivel del conocimiento generaliza­do, y éste a su vez a la categoría de teoría erudita y autorizada. Los agradecidos destinatarios del consejo revisan las columnas sobre “relaciones” de los suplementos semanales o mensuales de los pe­riódicos serios y menos serios buscando escuchar de las personas “que saben” lo que siempre han querido escuchar, ya que son de­masiado tímidos o pudorosos como para decirlo por sí mismos; de ese modo se enteran de las idas y venidas de “otros como ellos” y se consuelan como pueden con la idea, respaldada por expertos, de que no están solos en sus solitarios esfuerzos por enfrentar esa en­crucijada.
A través de la experiencia de otros lectores, reciclada por los counsellors, los lectores se enteran de que pueden intentar establecer “relaciones de bolsillo”, que “se pueden sacar en caso de necesidad”, pero que también pueden volver a sepultarse en las profundidades del bolsillo cuando ya no son necesarias. O de que las relaciones son como la Ribena**: si se la bebe sin diluir, resulta nauseabunda y puede ser nociva para la salud… -al igual que la Ribena, las rela­ciones deben diluirse para ser consumidas-. O de que las “parejas abiertas” son loables por ser “relaciones revolucionarias que han lo­grado hacer estallar la asfixiante burbuja de la pareja”. O de que las relaciones, como los autos, deben ser sometidas regularmente a una revisión para determinar si pueden continuar funcionando. En su­ma, se enteran de que el compromiso, y en particular el compro­miso a largo plazo, es una trampa que el empeño de “relacionarse” debe evitar a toda costa. Un consejero experto informa a los lecto­res que “al comprometerse, por más que sea a medias, usted debe recordar que tal vez esté cerrándole la puerta a otras posibilidades amorosas que podrían ser más satisfactorias y gratificantes”. Otro experto es aún más directo: “Las promesas de compromiso a largo plazo no tienen sentido… Al igual que otras inversiones, primero rinden y luego declinan”. Y entonces, si usted quiere “relacionarse”, será mejor que se mantenga a distancia; si quiere que su relación sea plena, no se comprometa ni exija compromiso. Mantenga to­das sus puertas abiertas permanentemente.
Si uno les preguntara, los habitantes de Leonia, una de las “ciu­dades invisibles” de ítalo Calvino, dirían que su pasión es “disfru­tar de cosas nuevas y diferentes”. De hecho, cada mañana “estrenan ropa nueva, extraen de su refrigerador último modelo latas sin abrir, escuchando los últimosjingles que suenan desde una radio de últi­ma generación”. Pero cada mañana “los restos de la Leonia de ayer esperan el camión del basurero”, y uno tiene derecho a preguntarse si la verdadera pasión de los leonianos no será, en cambio, “el pla­cer de expulsar, descartar, limpiarse de una impureza recurrente”. Si no es así, por qué será que los barrenderos son “bienvenidos co­mo ángeles”, aun cuando su misión está “rodeada de un respetuoso silencio”. Es comprensible: “una vez que las cosas han sido descar­tadas, nadie quiere volver a pensar en ellas”.
Pensemos…
¿Los habitantes de nuestro moderno mundo líquido no son co­mo los habitantes de Leonia, preocupados por una cosa mientras hablan de otra? Dicen que su deseo, su pasión, su propósito o su sueño es “relacionarse”. Pero, en realidad, ¿no están más bien preo­cupados por impedir que sus relaciones se cristalicen y se cuajen? ¿Buscan realmente relaciones sostenidas, tal como dicen, o desean más que nada que esas relaciones sean ligeras y laxas, siguiendo el patrón de Richard Baxter, según el cual se supone que las riquezas deben “descansar sobre los hombros como un abrigo liviano” para poder “deshacerse de ellas en cualquier momento”? En definitiva, ¿qué clase de consejo están buscando verdaderamente? ¿Cómo anu­dar la relación o cómo -por si acaso- deshacerla sin perjuicio y sin cargos de conciencia? No hay respuestas fáciles a esa pregunta, aun­que es necesario formularla, y seguirá siendo formulada mientras los habitantes del moderno mundo líquido sigan debatiéndose ba­jo el peso abrumador de la tarea más ambivalente de las muchas que deben enfrentar cada día.
Tal vez la idea misma de “relación” aumente la confusión. Por más arduamente que se esfuercen los desdichados buscadores de re­laciones y sus consejeros, esa idea se resiste a ser despojada de sus connotaciones perturbadoras y aciagas. Sigue cargada de vagas amenazas y premoniciones sombrías: transmite simultáneamente los placeres de la unión y los horrores del encierro. Quizás por eso, más que transmitir su experiencia y expectativas en términos de “relacionarse” y “relaciones”, la gente habla cada vez más (ayudada e inducida por consejeros expertos) de conexiones, de “conectarse” y “estar conectado”. En vez de hablar de parejas, prefieren hablar de “redes”. ¿Qué ventaja conlleva hablar de “conexiones” en vez de “relaciones”?
A diferencia de las “relaciones”, el “parentesco”, la “pareja” e ideas semejantes que resaltan el compromiso mutuo y excluyen o sosla­yan a su opuesto, el descompromiso, la “red” representa una matriz que conecta y desconecta a la vez: la redes sólo son imaginables si ambas actividades no están habilitadas al mismo tiempo. En una red, conectarse y desconectarse son elecciones igualmente legítimas, gozan del mismo estatus y de igual importancia. ¡No tiene sentido preguntarse cuál de las dos actividades complementarias constituye “la esencia” de una red! “Red” sugiere momentos de “estar en con­tacto” intercalados con períodos de libre merodeo. En una red, las conexiones se establecen a demanda, y pueden cortarse a voluntad. Una relación “indeseable pero indisoluble” es precisamente lo que hace que una “relación” sea tan riesgosa como parece. Sin embargo, una “conexión indeseable” es un oxímoron: las conexiones pueden ser y son disueltas mucho antes de que empiecen a ser detestables.
Las conexiones son “relaciones virtuales”. A diferencia de las rela­ciones a la antigua (por no hablar de las relaciones “comprometi­das”, y menos aún de los compromisos a largo plazo), parecen estar hechas a la medida del entorno de la moderna vida líquida, en la que se supone y espera que las “posibilidades románticas” (y no sólo las “románticas”) fluctúen cada vez con mayor velocidad entre mul­titudes que no decrecen, desalojándose entre sí con la promesa “de ser más gratificante y satisfactoria” que las anteriores. A diferencia de las “verdaderas relaciones”, las “relaciones virtuales” son de fácil acceso y salida. Parecen sensatas e higiénicas, fáciles de usar y amis­tosas con el usuario, cuando se las compara con la “cosa real”, pesa­da, lenta, inerte y complicada. Un hombre de Bath, de 28 años, en­trevistado en relación con la creciente popularidad de las citas por Internet en desmedro de los bares de solas y solos y las columnas de corazones solitarios, señaló una ventaja decisiva de la relación elec­trónica: “uno siempre puede oprimir la tecla ‘delete’”.Como si obedecieran a la ley de Gresham, las relaciones virtua­les (rebautizadas “conexiones”) establecen el modelo que rige a to­das las otras relaciones. Eso no hace felices a los hombres y las mu­jeres que sucumben a esa presión; al menos no los hace más felices de lo que eran con las relaciones previrtuales. Algo se gana, algo se pierde.
Tal como señaló Ralph Waldo Emerson, cuando uno patina so­bre hielo fino, la salvación es la velocidad. Cuando la calidad no nos da sostén, tendemos a buscar remedio en la cantidad. Si el “compromiso no tiene sentido” y las relaciones ya no son confia­bles y difícilmente duren, nos inclinamos a cambiar la pareja por las redes. Sin embargo, una vez que alguien lo ha hecho, sentar ca­beza se vuelve aún más difícil (y desalentador) que antes —ya que ahora carece de las habilidades que podrían hacer que la cosa fun­cionara-. Seguir en movimiento, antes un privilegio y un logro, se convierte ahora en obligación. Mantener la velocidad, antes una aventura gozosa, se convierte en un deber agotador. Y sobre todo, la fea incertidumbre y la insoportable confusión que supuestamente la velocidad ahuyentaría, aún siguen allí. La facilidad que ofre­cen el descompromiso y la ruptura a voluntad no reducen los ries­gos, sino que tan sólo los distribuyen, junto con las angustias que generan, de manera diferente.
Este libro está dedicado a los riesgos y angustias de vivir juntos, y separados, en nuestro moderno mundo líquido. (Págs. 7-14)

* Asesoramiento psicológico [N. del Aspirante]
** Una bebida frutal concentrada que se diluye, consumida comúnmente en el Reino Unido
Sobre la naturaleza del amor

[Los] estándares [del amor] son ahora más ba­jos: como consecuencia, el conjunto de experiencias definidas con el término “amor” se ha ampliado enormemente. Relaciones de una noche son descriptas por medio de la expresión “hacer el amor”.

Esta súbita abundancia y aparente disponibilidad de “experien­cias amorosas” llega a alimentar la convicción de que el amor (ena­morarse, ejercer el amor) es una destreza que se puede aprender, y que el dominio de esa materia aumenta con el número de expe­riencias y la asiduidad del ejercicio. Incluso se puede llegar a creer (y con frecuencia se cree) que la capacidad amorosa crece con la ex­periencia acumulada, que el próximo amor será una experiencia aún más estimulante que la que se disfruta actualmente, aunque no tan emocionante y fascinante como la que vendrá después de la próxima.

Sin embargo, sólo es otra ilusión… La clase de conocimiento que aumenta a medida que la cadena de episodios amorosos se alarga es la del “amor” en tanto serie de intensos, breves e impac­tantes episodios, atravesados a priori por la conciencia de su fragili­dad y brevedad. La clase de destreza que se adquiere es la de “ter­minar rápidamente y volver a empezar desde el principio”, en la que, según Sören Kierkegaard, el Don Giovanni* de Mozart era el virtuoso arquetípico. Pero por estar guiado por la compulsión a in­tentarlo otra vez, y obsesionado con la idea de impedir que cada intento sucesivo interfiriera con los intentos futuros, Don Giovan­ni era también el “impotente amoroso” arquetípico. Si el propósito de la infatigable búsqueda y experimentación de Don Giovanni hubiera sido el amor, su propia compulsión a experimentar hubiera descalificado ese propósito. Resulta tentador señalar que el efecto de esa ostensible “adquisición de destreza” está destinado a ser, co­mo en el caso de Don Giovanni, el desaprendizaje del amor, una “incapacidad aprendida” de amar.

Ese resultado -la venganza del amor, por así decirlo, contra los que se atreven a desafiar su naturaleza- era de esperar.

(…)

La naturaleza del amor implica —tal como lo observó Lucano dos milenios atrás y lo repitió Francis Bacon muchos siglos más tar­de— ser un rehén del destino.

En el Simposio de Platón, Diótima de Mantinea le señaló a Sócra­tes, con el asentimiento absoluto de éste, que “el amor no se dirige a lo bello, como crees”, “sino a concebir y nacer en lo bello”. Amar es desear “concebir y procrear”, y por eso el amante “busca y se es­fuerza por encontrar la cosa bella en la cual pueda concebir”. En otras palabras, el amor no encuentra su sentido en el ansia de cosas ya hechas, completas y terminadas, sino en el impulso a participar en la construcción de esas cosas. El amor está muy cercano a la trascendencia; es tan sólo otro nombre del impulso creativo y, por lo tanto, está cargado de riesgos, ya que toda creación ignora siem­pre cuál será su producto final.

En todo amor hay por lo menos dos seres, y cada uno de ellos es la gran incógnita de la ecuación del otro. Eso es lo que hace que el amor parezca un capricho del destino, ese inquietante y miste­rioso futuro, imposible de prever, de prevenir o conjurar, de apre­surar o detener. Amar significa abrirle la puerta a ese destino, a la más sublime de las condiciones humanas en la que el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble, cuyos elementos ya no pueden separarse. Abrirse a ese destino significa, en última ins­tancia, dar libertad al ser: esa libertad que está encarnada en el Otro, el compañero en el amor. Como lo expresa Erich Fromm:

“En el amor individual no se encuentra satisfacción [...] sin verda­dera humildad, coraje, fe y disciplina”; y luego agrega inmediata­mente, con tristeza, que en “una cultura en la que esas cualidades son raras, la conquista de la capacidad de amar será necesariamente un raro logro”.1

(…)

Sin humildad y coraje no hay amor. Se requieren ambas cualida­des, en cantidades enormes y constantemente renovadas, cada vez que uno entra en un territorio inexplorado y sin mapas, y cuando se produce el amor entre dos o más seres humanos, éstos se internan inevitablemente en un terreno desconocido.

Eros, tal como afirma Levinas, es diferente de la posesión y del poder; no es una batalla ni una fusión, y tampoco es conocimiento.

Eros es “una relación con la alteridad, con el misterio, es decir, con el futuro, con lo que está ausente del mundo que contiene a todo lo que es…”. “El pathos del amor consiste en la insuperable duali­dad de los seres.” Los intentos de superar esa dualidad, de domesti­car lo díscolo y domeñar lo que no tiene freno, de hacer previsible lo incognoscible y de encadenar lo errante son la sentencia de muerte del amor. Eros no sobrevive a la dualidad. En lo que al amor se refiere, la posesión, el poder, la fusión y el desencanto son los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.

En ese punto radica la maravillosa fragilidad del amor, junto con su endemoniada negativa a soportar esa vulnerabilidad con ligereza. Todo amor se debate por concretarse, pero en el momento del triunfo se topa con su derrota última. Todo amor lucha por sepultar las fuentes de su precariedad e incertidumbre, pero si lo consigue, pronto empieza a marchitarse, y desaparece. Eros está poseído por el espectro de Tánatos, que ningún hechizo mágico puede exorcizar. No es que Eros sea precoz, y ninguna dimensión ni intensidad de educación ni de métodos de autoaprendizaje conseguirán liberarlo de su patológica tendencia suicida.

El desafío, la atracción, la seducción que ejerce el Otro vuelve toda distancia, por reducida y minúscula que sea, intolerablemente grande. La brecha se siente como un precipicio. La fusión o la do­minación parecen ser los únicos remedios para el tormento resul­tante. Y sólo hay una delgadísima frontera, que muy fácilmente puede pasarse por alto, entre una caricia suave y tierna y una mano de hierro que aplasta. Eros no puede ser fiel a sí mismo sin practi­car la caricia, pero no puede practicarla sin correr el riesgo del do­minio. Eros impulsa a las manos a tocarse, pero las manos que aca­rician también pueden oprimir y aplastar.

(…)

Mientras está vivo, el amor está siempre al borde de la derrota. Di­suelve su pasado a medida que avanza, no deja tras de sí trincheras fortificadas a las que podría replegarse para buscar refugio en casos de necesidad. Y no sabe qué le espera ni qué puede depararle el fu­turo. Nunca adquiere la confianza suficiente para dispersar las nu­bes y apaciguar la ansiedad. El amor es un préstamo hipotecario a cuenta de un futuro incierto e inescrutable. (Págs. 19-24)

Sobre el amor a uno mismo

Porque lo que amamos en nuestro amor a uno mismo es la per­sonalidad adecuada para ser amada. Lo que amamos es el estado, o la esperanza, de ser amados. De ser objetos dignos de amor, de ser reconocidos como tales, y de que se nos dé la prueba de ese reconoci­miento.

En suma: para sentir amor por uno mismo, necesitamos ser amados. La negación del amor -la privación del estatus de objeto digno de ser amado- nutre el autoaborrecimiento. El amor a uno mismo está edificado sobre el amor que nos ofrecen los demás. Si se emplean sustitutos para construirlo, puede haber una semejanza, por fraudulenta que sea, de ese amor. Los otros deben amarnos pri­mero para que podamos empezar a amarnos a nosotros mismos.

¿Y cómo sabemos que no hemos sido desdeñados o considera­dos un caso perdido, que el amor está llegando, puede llegar, llegará, que somos dignos de él y por lo tanto tenemos derecho a per­mitirnos el amour de soi, y a gozar de él? Lo sabemos, creemos sa­berlo, y cuando nos hablan y nos escuchan confirmamos que nues­tra convicción era acertada. Cuando se nos escucha atentamente, con un interés que delata y señala la voluntad de responder, supo­nemos que somos respetados. Es decir, suponemos que lo que pen­samos, hacemos o nos proponemos hacer tiene importancia.

Si otros me respetan, obviamente debe haber “en mí” algo que sólo yo puedo ofrecerle a los otros; y obviamente existen esos otros, sin duda, a quienes les gustará y agradecerán el ofrecimiento. Soy importante, y lo que digo y pienso también es importante. No soy un cero, alguien a quien se puede reemplazar y desechar fácilmente. Yo “hago una diferencia”, y no sólo para mí mismo. Lo que digo y lo que soy realmente importa, y no se trata tan sólo de una fantasía mía. Sea cual fuere el mundo que me rodea, ese mundo sería más pobre, menos interesante y menos promisorio si yo súbitamente dejara de existir o me marchara a otra parte.

Si eso es lo que nos convierte en adecuados y dignos objetos del amor a uno mismo, entonces la demanda de “ama al prójimo co­mo a ti mismo” (es decir, suponer que el prójimo desea ser amado por las mismas razones que nos inducen a amarnos a nosotros mismos) implica el deseo del prójimo de que se reconozca, admita y confirme su dignidad, su posesión de un valor único, irreempla­zable y no desechable. Esa exigencia nos insta a suponer que el prójimo sin duda representa esos valores, al menos mientras no se pruebe lo contrario. Amar al prójimo como nos amamos a noso­tros mismos significaría entonces respetar el carácter único de cada uno, el valor de nuestras diferencias que enriquecen el mundo que todos habitamos y que lo convierten en un lugar más fascinante y placentero, ya que amplían aún más su cornucopia de promesas. (Págs. 108-109)

Naturaleza del deseo. Deseo y muerte

El amor puede ser —y suele ser— tan aterrador como la muerte; sólo que, a diferencia de la muerte, encubre la verdad bajo oleadas de deseo y entusiasmo. Es sensato equiparar la diferencia entre el amor y la muerte a la que existe entre la atracción y la repulsión. Si lo pensamos dos veces, sin embargo, ya no podemos estar tan segu­ros. Las promesas del amor son, generalmente, menos ambiguas que sus ofrendas. De ese modo, la tentación de enamorarse es ava­sallante y poderosa, pero también lo es la atracción que ejerce la huida. Y el señuelo que nos induce a buscar una rosa sin espinas está siempre presente y resulta difícil de resistir.

Deseo y amor. Hermanos. A veces, mellizos, pero nunca gemelos idénticos.

El deseo es el anhelo de consumir. De absorber, devorar, ingerir y digerir, de aniquilar. El deseo no necesita otro estímulo más que la presencia de alteridad. Esa presencia es siempre una afrenta y una humillación. El deseo es el impulso a vengar la afrenta y disi­par la humillación. Es la compulsión de cerrar la brecha con la al­teridad que atrae y repele, que seduce con la promesa de lo inex­plorado e irrita con su evasiva y obstinada otredad. El deseo es el impulso a despojar la alteridad de su otredad, y por lo tanto, de su poder. A partir de ser explorada, familiarizada y domesticada, la alteridad debe emerger despojada del aguijón de la tentación, sin ningún acicate. Es decir, si es que sobrevive a tal tratamiento. Sin embargo, lo más posible es que, en el curso del proceso, sus restos no digeridos hayan pasado del terreno de lo consumible al de los desechos.

Lo que se puede consumir atrae, los desechos repelen. Después del deseo llega el momento de disponer de los desechos. Según pa­rece, la eliminación de lo ajeno de la alteridad y el acto de desha­cerse del seco caparazón se cristalizan en el júbilo de la satisfacción, condenado a desaparecer una vez que la tarea se ha realizado. En esencia, el deseo es un impulso de destrucción. Y, aunque oblicua­mente, también un impulso de auto-destrucción; el deseo está contaminado desde su nacimiento por el deseo de muerte. Sin em­bargo, éste es su secreto mejor guardado y, sobre todo, guardado de sí mismo.

Por otra parte, el amor es el anhelo de querer y preservar el ob­jeto querido. Un impulso centrífugo, a diferencia del centrípeto deseo. Un impulso a la expansión, a ir más allá, a extenderse hacia lo que está “allá afuera”. A ingerir, absorber y asimilar al sujeto en el objeto, y no a la inversa como en el caso del deseo. El deseo es ampliar el mundo: cada adición es la huella viva del yo amante; en el amor el yo es gradualmente transplantado al mundo. El yo amante se expande entregándose al objeto amado. El amor es la su­pervivencia del yo a través de la alteridad del yo. Y por eso, el amor implica el impulso de proteger, de nutrir, de dar refugio, y también de acariciar y mimar, o de proteger celosamente, cercar, encarcelar. Amar significa estar al servicio, estar a disposición, es­perando órdenes, pero también puede significar la expropiación y confiscación de toda responsabilidad. Dominio a través de la en­trega, sacrificio que paga con engrandecimiento. El amor y el ansia de poder son gemelos siameses: ninguno de los dos podría sobre­vivir a la separación.

Si el deseo ansia consumir, el amor ansia poseer. En cuanto la satisfacción del deseo es colindante con la aniquilación de su obje­to, el amor crece con sus adquisiciones y se satisface con su durabi­lidad. Si el deseo es autodestructivo, el amor se autoperpetúa.

Como el deseo, el amor es una amenaza contra su objeto. El de­seo destruye su objeto, destruyéndose a sí mismo en el proceso; la misma red protectora que el amor urde amorosamente alrededor de su objeto, lo esclaviza. El amor hace prisionero y pone en custo­dia al cautivo: arresta para proteger al propio prisionero.

El deseo y el amor tienen propósitos opuestos. El amor es una red arrojada sobre la eternidad, el deseo es una estratagema para evitarse el trabajo de urdir esa red. Fiel a su naturaleza, el amor lu­chará por perpetuar el deseo. El deseo, por su parte, escapará de los grilletes del amor.

“Las miradas se encuentran a través de una habitación atestada; se enciende la chispa de la atracción. Conversan, bailan, se ríen, comparten un trago o una broma y, antes de darse cuenta, uno de los dos dice: ‘¿Tu casa o la mía?’. Ninguno de los dos está en busca de una relación seria, pero de alguna manera una noche puede convertirse en una semana, después en un mes, en un año o más tiempo”, señala Catherine Jarvie.

Ese imprevisible resultado del fogonazo del deseo y de una sola noche para sofocarlo es, según Jarvie, “un punto intermedio entre la libertad de los encuentros ocasionales y la seriedad de una rela­ción importante” (aunque la “seriedad”, tal como la propia Jarvie recuerda a sus lectores, no sirve para proteger a una “relación im­portante” ni impide que ésta termine en “dificultades y amarguras” cuando un miembro de la pareja “sigue comprometido con la rela­ción mientras el otro ansia buscar nuevos campos de pastoreo”). Los puntos intermedios -como todos los otros acuerdos “hasta nuevo aviso” dentro de un entorno fluido en el que comprometerse con el futuro es tan imposible como ofensivo- no son necesaria­mente malos (según la opinión de Jarvie y la doctora Valerie Lamont, una psicóloga colegiada a quien cita en su nota), pero cuan­do “se comprometa, aun a medias”, “recuerde que le está cerrando la puerta a otras posibilidades románticas” (es decir, renunciando al derecho de “buscar nuevos campos de pastoreo”, al menos hasta que su pareja reclame primero ese derecho).

Una observación aguda, un cálculo sensato: usted se encuentra ante una elección. Elige el amor o elige el deseo.

Más observaciones agudas: sus miradas se cruzan a través de la habitación y antes de darse cuenta… El deseo de compartir la cama brota de la nada, y no necesita golpear muchas veces a la puerta pa­ra que lo dejen entrar. Aunque no es una característica común de nuestro mundo obsesionado por la seguridad, esas puertas tienen pocos cerrojos, o ninguno. Nada de circuito cerrado de televisión para estudiar detalladamente a los intrusos y distinguir a los perver­sos merodeadores de los visitantes de buena fe. Simplemente, com­probar la compatibilidad de los signos del zodíaco (como ocurre en los comerciales de una marca de teléfonos móviles) será suficiente.

Tal vez decir “deseo” sea demasiado. Como en los shoppings: los compradores de hoy no compran para satisfacer su deseo, como lo ha expresado Harvey Ferguson, sino que compran por ganas. Lleva tiempo (un tiempo insoportablemente largo según los parámetros de una cultura que aborrece la procrastinación y promueve en cambio la “satisfacción instantánea”) sembrar, cultivar y alimentar el deseo. El deseo necesita tiempo para germinar, crecer y madurar. A medida que el “largo plazo” se hace cada vez más corto, la veloci­dad con que madura el deseo, no obstante, se resiste con terquedad a la aceleración; el tiempo necesario para recoger los beneficios de la inversión realizada en el cultivo del deseo parece cada vez más largo, irritante e insoportablemente largo.

A los gerentes de los shoppings, los accionistas no les han dado ese tiempo, pero tampoco quieren dejar que la decisión de compra sea determinada por motivos que surgen y maduran arbitrariamente, ni abandonar su cultivo en las manos inexpertas y poco confiables de los compradores. Todos los motivos necesarios para que los compradores compren deben surgir de inmediato, mientras cami­nan por el centro de compras. Y también deben morir de inmedia­to (gracias a un suicidio asistido, en la mayoría de los casos), una vez que han cumplido su cometido. Su expectativa de vida se redu­ce al tiempo que le lleva a los compradores recorrer el shopping des­de la entrada hasta la salida.

En nuestros días, los centros de compras suelen ser diseñados te­niendo en cuenta la rápida aparición y la veloz extinción de las ga­nas, y no considerando el engorroso y lento cultivo y maduración del deseo. El único deseo que debe emanar de una visita al centro de compras es el de repetir, una y otra vez, el jubiloso momento en que uno “se deja llevar” y permite que su propio anhelo dirija la es­cena sin ningún libreto prefijado. La breve expectativa de vida de las ganas es una de sus mayores ventajas, que le confiere superiori­dad sobre los deseos. Rendirse a las propias ganas, en vez de seguir un deseo, es algo momentáneo, que infunde la esperanza de que no habrá consecuencias duraderas que puedan impedir otros mo­mentos semejantes de jubiloso éxtasis. En el caso de las parejas, y especialmente de las parejas sexuales, satisfacer las ganas en vez de un deseo implica dejar la puerta abierta “a otras posibilidades ro­mánticas” que, tal como sugiere la doctora Lamont y reflexiona Catherine Jarvie, pueden ser “más satisfactorias y plenas”.

Como los actos nacidos de las ganas ya han sido profundamente implantados por los enormes poderes del mercado de consumo, seguir un deseo parece conducirnos, de manera incómoda, lenta y perturbadora, hacia el compromiso amoroso.

En su versión ortodoxa, el deseo necesita atención y preparativos, ya que involucra largos cuidados, complejas negociaciones sin resolu­ción definitiva, algunas elecciones difíciles y algunos compromisos penosos, pero peor aún, implica también una demora de la satisfac­ción, que es sin duda el sacrificio más aborrecido en nuestro mundo entregado a la velocidad y la aceleración. En su radicalizada, reduci­da y sobre todo compacta encarnación en las ganas, el deseo ha per­dido casi todos esos atributos desalentadores, concentrándose más exclusivamente en el objetivo. Como lo expresaban las publicidades que anunciaban la novedad de las tarjetas de crédito, ahora es posi­ble concretar “el deseo sin demora”.

Cuando la relación está inspirada por las ganas (“las miradas se encuentran a través de una habitación atestada”), sigue la pauta del consumo y sólo requiere la destreza de un consumidor promedio, moderadamente experimentado. Al igual que otros productos, la relación es para consumo inmediato (no requiere una preparación adicional ni prolongada) y para uso único, “sin perjuicios”. Primor­dial y fundamentalmente, es descartable.

Si resultan defectuosos o no son “plenamente satisfactorios”, los productos pueden cambiarse por otros, que se suponen más satisfactorios, aun cuando no se haya ofrecido un servicio de posventa y la transacción no haya incluido la garantía de devolución del di­nero. Pero aun en el caso de que el producto cumpla con lo prome­tido, ningún producto es de uso extendido: después de todo, autos, computadoras o teléfonos celulares perfectamente usables y que funcionan relativamente bien van a engrosar la pila de desechos con pocos o ningún escrúpulo en el momento en que sus “versiones nuevas y mejoradas” aparecen en el mercado y se convierten en comidilla de todo el mundo. ¿Acaso hay una razón para que las re­laciones de pareja sean una excepción a la regla?

(…)

Parece que el dilema no tiene solución. Y peor aún, parece plan­tearnos una paradoja absolutamente injusta: la relación no sólo no cumple en satisfacer una necesidad, tal como se esperaba de ella, sino que además convierte esa necesidad en algo aún más irritante y enlo­quecedor. Usted buscó esa relación con la esperanza de mitigar la in­seguridad que lo acosaba en soledad, pero la terapia sólo ha servido para agudizar los síntomas, y tal vez ahora usted se siente menos se­guro que antes, aun cuando la “nueva y agravada” inseguridad ema­na de otra parte. Si usted pensaba que los intereses de su inversión en la compañía serían pagados con la moneda de la seguridad, evi­dentemente ha actuado sobre la base de presupuestos equivocados.

(…)

Con la posible excepción de una causa común contra un tercero, no hay nada que promueva tanto una relación cómoda como la mutua adulación”. Otra perversión consiste en “querer cambiar a la gente. Tenemos opiniones definidas acerca de cómo hacer las cosas y de cómo deberían ser los otros. Estas opiniones carecen de comprensión, porque cuanto más definitivas son las opiniones, tanto más necesario es que no nos distraigamos com­prendiendo demasiado a los que queremos cambiar”.

El problema es que ambas perversiones suelen ser hijas del amor. La primera perversión puede ser resultado de mi deseo de comodi­dad y paz, tal como sugiere Lögstrup. Pero también puede ser —y suele ser así- producto de mi amoroso respeto por el otro: te amo, y por eso te dejo ser como eres y como quieres ser, por más que du­de de la sabiduría de tu elección. A pesar del daño que tu obstina­ción pueda causarte, no me atrevo a contradecirte, para que no te veas obligado a elegir entre tu libertad y mi amor. Puedes contar con mi aprobación, pase lo que pase… Y como el amor sólo puede ser posesivo, mi generosidad amorosa está asistida por la esperanza: este cheque en blanco es un don de mi amor, un don precioso que no se encuentra en otra parte. Mi amor es ese tranquilo refugio que buscabas y que necesitabas aunque no lo buscaras. Ahora pue­des descansar y dejar de buscar…

Es la posesividad del amor en acción, pero una clase de posesividad que se manifiesta en la contención y el autodominio.

La segunda perversión es la de la posesividad del amor dejada en libertad sin ninguna restricción. El amor es una de las respuestas paliativas a la bendición/maldición de la individualidad humana (…).

A veces resulta difícil distin­guir la adoración del amado de la adoración a uno mismo; se pue­de atisbar el rastro de un ego expansivo pero inseguro, desesperado por confirmar sus inciertos méritos por medio de su reflejo en el espejo o, mejor aún, de un adulador retrato, laboriosamente reto­cado. ¿No es cierto, acaso, que algo de mi valor único se le ha contagiado a la persona que yo (repito: que yo mismo, ejerciendo mi soberana voluntad y capacidad) he elegido -la que he elegido entre la multitud de personas comunes y corrientes para que sea mi —y sólo mi- compañera? En el deslumbrante brillo de la elegida, mi propia incandescencia encuentra su reflejo centelleante. Eso au­menta mi gloria, la confirma y la respalda, transmite la noticia y la prueba de mi gloria a cualquier parte donde vaya.

¿Pero puedo estar seguro? Lo estaría, si no fuera por las dudas que hacen sonar sus grilletes en el oscuro calabozo de lo no-pensa­do, donde las encerré con la vana esperanza de no volver a oír ja­más de ellas. Reparos, recelos, la aprensión de que la virtud pueda ser defectuosa y la gloria pura fantasía… de que la distancia entre yo tal como soy y el yo verdadero que pugna por salir, pero que aún no lo ha logrado todavía, debe ser franqueada, y eso es algo muy difícil.

Mi amada podría ser una tela donde pintar mi perfección en to­da su magnificencia y esplendor, ¿pero no aparecerán también manchas y borrones? Para limpiarlos, o para ocultarlos en caso de que estén muy adheridos y sea imposible eliminarlos, hay que lim­piar y preparar el lienzo antes de empezar a pintar, y luego estar muy atento para asegurarse de que los rastros de la antigua imper­fección no emergerán de su escondite bajo sucesivas capas de pin­tura. Cada momento de descanso tiene un precio, hay que restau­rar y repintar sin descanso… (Págs. 24-35)

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* Sobre el mito de Don Juan ya se ha hablado anteriormente al hablar sobre El mito del andrógino.

1 Erich Fromm, The Art of Loving (1957), Londres, Thorsons, 1995, p. VII [trad. esp.: El arte de amar, Buenos Aires, Paidós, 1999]. 2 Emmanuel Levinas, Le Temps et l’autre, París, Presses Universitaires de France, 1991, pp. 81 y 78 [trad. esp.: El tiempo y el otro, Barcelona, Paidós, 1993].3 Guardian Weekend, 12 de enero de 2002.

REFERENCIA DEL TRABAJO:
http://cabalgandoaltigre.wordpress.com/2007/07/24/amor-liquido-ii-sobre-el-amor-y-el-deseo/

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