D.A.L.I. (destinado a la inmortalidad)
MIGUEL ÁNGEL DE TORO GÓMEZ
MIGUEL ÁNGEL DE TORO GÓMEZ
Me gustaría hacer una pequeña y subjetiva reflexión en torno a un personaje único e irrepetible, que si su madre lo hubiera parido cuatro años antes hubiera inaugurado el siglo XX. A mí lo primero que me impresionó de Dalí fue su personalidad, la de un paranoico histriónico o un histrión con paranoia, tanto da. Me atrajo también su erudición, su buen gusto creativo, sus inquietudes y condiciones artísticas más allá de la pintura (recuerdo haber disfrutado y reído algunos libros suyos: «Rostros ocultos», «Confesiones inconfesables» o «Sí»). No podía irse a dormir sin haber resuelto antes algún problema que le preocupara, era adicto a la autosatisfacción. Se trataba de un ser curioso, muy peculiar, diferente al resto de artistas. Todo eso me hizo interesarme por su persona, antes que por su arte.La mitología daliniana estuvo más que justificada por la negación intrínseca o antiparanoica que su paranoia poseía, ya que si Dalí consiguió impresionar con su teoría cosmogónica, con falsas premisas, el silogismo era correcto (todos los gatos tienen bigotes, Dalí tiene bigotes, luego Dalí es un gato). Dalí sospechaba siempre de la buena fe de las personas, era católico gracias al diablo, al contrario que Buñuel, que era ateo gracias a Dios. Se consideraba víctima, era un artista insatisfecho de todo lo que podría haber hecho y no hizo. Tenía además las siguientes características: incomprendido, buen apóstol, persuasivo, ultraimaginativo, reivindicativo, orgulloso, inadaptable social, testarudo, certero, narcisista, virtual, extravagante, hiperestésico e irracional concreto.
Todo le aburría, excepto la cosmópolis daliniana (que hablaran de él, aunque fuera mal, lo peor es la ignorancia de las cosas y de las personas). Dentro de su microcosmos galáctico, Gala (su mujer y su propio doble) era la maestra de ceremonias de su habilidad por hacer duro lo blando y blando lo duro, surreal lo real y real lo surreal, sencillo lo difícil y difícil lo sencillo, etcétera, etcétera.
Dalí era y es un genio destinado a la inmortalidad, con un nombre impresionante que teniendo una sola «i» parece tener dos, como si tuviese los bigotes montados en el labio superior de su genial apellido y en compañía de sus cuatro nombres: Salvador, Domingo, Felipe, Jacinto. Dalí fue y es el propio surrealismo, aunque como buen catalán y actor principal de todas sus representaciones, saliera al escenario a decir que el actor principal estaba indispuesto, sin que el público notara su caracterización.
Dalí nos dio la solución del enigma de la muerte: ni amarla, ni aborrecerla (¿cómo amar o aborrecer algo que nos libera de lo que amamos o aborrecemos?). Fue un místico excéntrico con capacidad suficiente de transfigurarse, como Jesús en el monte Tabor, y de morir porque no muere, como Teresa de Jesús. La vida para él era como una oscuridad entre dos relámpagos (para el Nobel de literatura Vicente Aleixandre la vida era un relámpago entre dos oscuridades); la muerte, una condición de vida, la única garantía debida. Sólo pensar en ella le aterraba, al igual que los tres jinetes de la Apocalipsis: las langostas, la sangre y la mierda.
Para Dalí había pocas cosas suculentas en la Tierra (la belleza no es comestible): los chinos, los enanos, los bomberos, los buzos y sobre todo la mosca (insecto paranoico-crítico por excelencia) y las cebollas (que nos hacen llorar sin motivo alguno).
Dalí chocaba constantemente contra la fuerza ilimitada de la vulgaridad, lo que ponía más de manifiesto la presencia y condición de genio. Ortega y Gasset ya definía el concepto de genio como «lo que llamamos genio no es sino el poder magnífico que algún hombre tiene de distender un poco de esa niebla imaginativa y descubrir a su través, tiritando de puro desnudo, un nuevo trozo auténtico de realidad». Concepto éste, por cierto, imposible de definir si antes Ortega no hubiera sabido de Dalí. Gracias querido Salvador por haber nacido hace cien años...
Todo le aburría, excepto la cosmópolis daliniana (que hablaran de él, aunque fuera mal, lo peor es la ignorancia de las cosas y de las personas). Dentro de su microcosmos galáctico, Gala (su mujer y su propio doble) era la maestra de ceremonias de su habilidad por hacer duro lo blando y blando lo duro, surreal lo real y real lo surreal, sencillo lo difícil y difícil lo sencillo, etcétera, etcétera.
Dalí era y es un genio destinado a la inmortalidad, con un nombre impresionante que teniendo una sola «i» parece tener dos, como si tuviese los bigotes montados en el labio superior de su genial apellido y en compañía de sus cuatro nombres: Salvador, Domingo, Felipe, Jacinto. Dalí fue y es el propio surrealismo, aunque como buen catalán y actor principal de todas sus representaciones, saliera al escenario a decir que el actor principal estaba indispuesto, sin que el público notara su caracterización.
Dalí nos dio la solución del enigma de la muerte: ni amarla, ni aborrecerla (¿cómo amar o aborrecer algo que nos libera de lo que amamos o aborrecemos?). Fue un místico excéntrico con capacidad suficiente de transfigurarse, como Jesús en el monte Tabor, y de morir porque no muere, como Teresa de Jesús. La vida para él era como una oscuridad entre dos relámpagos (para el Nobel de literatura Vicente Aleixandre la vida era un relámpago entre dos oscuridades); la muerte, una condición de vida, la única garantía debida. Sólo pensar en ella le aterraba, al igual que los tres jinetes de la Apocalipsis: las langostas, la sangre y la mierda.
Para Dalí había pocas cosas suculentas en la Tierra (la belleza no es comestible): los chinos, los enanos, los bomberos, los buzos y sobre todo la mosca (insecto paranoico-crítico por excelencia) y las cebollas (que nos hacen llorar sin motivo alguno).
Dalí chocaba constantemente contra la fuerza ilimitada de la vulgaridad, lo que ponía más de manifiesto la presencia y condición de genio. Ortega y Gasset ya definía el concepto de genio como «lo que llamamos genio no es sino el poder magnífico que algún hombre tiene de distender un poco de esa niebla imaginativa y descubrir a su través, tiritando de puro desnudo, un nuevo trozo auténtico de realidad». Concepto éste, por cierto, imposible de definir si antes Ortega no hubiera sabido de Dalí. Gracias querido Salvador por haber nacido hace cien años...
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